martes, 19 de enero de 2010

Un hombre, cuya cabeza empezaba a ser gobernada por la calvicie, dejaba ver su cuero cabelludo posicionándose en el asiento anterior al mío en el autobús. A mitad de trayecto, mientras fuera llovía un calabobos que más tarde me empapó las zapatillas, empezó a pintar, con el nudillo del dedo índice de la mano más próxima a la ventana, formas y símbolos. Trató de borrar sus obras de arte express en el vaho de las ventanas con una raya llena de curvas.
Yo, mientras, empezaba a creer que su cabeza quería decirle algo al asiento de al lado, infinitamente vacío. Ahora creo haber aprendido que se pueden decir muchas cosas sin manchar el silencio o darle un revés al vacío físico y emocional, pero después de haberlo hecho, uno siempre pensará que está poco cuerdo, entonces querrá callar, desciciendo lo que, en el fondo, quería gritar.

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