sábado, 8 de mayo de 2010

Diecinueve vidas. Cada año una niña, un pez, una chica, una recopilación de hipersensibilidades, físicas y emocionales.
Si me desnudo tengo un mapa de los gritos y las caras de contenta, que son azules, como el mar y como el agua que es mi elemento favorito. Me gusta nadar entre los edificios y las mentes, hacer burbujas en las que meterme dentro y hacer como si nadie me viese.
Mi familia es un nudo en el pelo, en el mío, yo lo llevo y lo sufro y me pesa. Es consecuencia del tiempo y la sordera, y de un encontronazo con el caos más destructivo.
Mi paciencia a veces corre, derrumbando las paredes de consejos de mi abuela y entonces me magullo y grito, y muevo los pies hasta que me come el fango y me duermo para siempre en mis historias fallidas.
A veces me acojono, pero me agarro de las cuerdas que parecen resistentes y me salen callos de felicidad y de revivir. Nunca puedo dejar de huir porque si mi madre me encuentra puede cortarme el pelo y los tendones, quitarme la ropa y vaciar los hielos de las hieleras de la nevera sobre mí.
Mientras, dibujo al músico en cada escena mía e imagino a mis amigas, todas rubias y con nombre que pondré a mis calles cuando pueda. Son las zapatillas de los pies que tengo abajo y las baldosas de una acera que ya ha cumplido diecinueve veces una primavera. Arrodillo mi futuro ante ellos y voy pidiendo las cervezas que engordarán nuestro vientre en lo que nos queda.

No sé hilar los datos que conforman mis informes de existencia, y a los invisibles aún no los he vestido de palabras. Lo haré cuando encuentre la lencería adecuada.