domingo, 29 de noviembre de 2015

Ingeniería inversa

Ya tienes los planos, los ladrillos, el cemento y, lo más indispensable: las ganas, las ganas de construir un muro. Para pasar de la teoría a la práctica has de inspeccionar el terreno y establecer el sitio exacto donde quieres materializar tu proyecto. Y decides hacerlo justo debajo ese ombligo, separando anatómicamente el tren inferior del superior, quedando el primero de tu lado y regalándole el otro hemicuerpo al horizonte, que se oculta detrás de los ladrillos. La decisión no es deliberada, en realidad has optado por lo más sencillo y bello: el monte de Venus, una carnosa y húmeda rosa, y unas piernas esbeltas que terminan en unos pies fríos que suponen lo más corriente del conjunto. Has elegido con tino. Hasta ahora, ninguno de ellos piensa, ni habla, ni late, así que esas complicaciones se las dejas a los del otro lado del muro. Además eres tan generoso que les obsequias con un gustoso regalo para que no haya recelo: los senos. A decir verdad, si la confección cósmica de la anatomía humana los hubiera situado un poco más abajo, este arranque de altruismo probablemente brillaría por su ausencia. Elegido el lugar, creas tu proyectada obra.

Ahora te alejas unos metros para contemplar el resultado, a ver cómo de bien se ha dado la faena. Con los brazos en jarras, suspiras, y esbozas una sonrisa. Y yo, con los brazos en jarras, hipoventilo, y, observando la cara oculta de tus ladrillos, me da por pensar en ingeniería inversa. ¿Por qué este muro?. ¿Por qué justo aquí?. ¿Por qué un muro?. ¿Por qué todo esto?.

No sé si es miedo, cobardía, egoísmo, individualismo, o simplemente lícita inapetencia de observar el horizonte por la falta de agrado derivada de las vistas que éste ofrece. O si será una pócima químicamente constituida por cantidades variables de cada uno de estos principios. No lo sé. Pero sí sé que, a tenor de los tiempos que corren, lo más probable es que el motivo se acerque a lo tercero.

Hay un temor generalizado a amar. Pero es que amar no lleva implícito el hecho de ser para siempre. Se confunde el amor con el compromiso a largo plazo, y me pregunto por qué. Bien es sabido que en parejas que llevan comprometidas largo tiempo y que partieron de un juramento de amor eterno, hay veces que el amor no se encuentra ni por los lugares más recónditos de la relación. Pero al revés parece que no nos lo planteamos. El amor aparece en el instante en el que se comparte algo, y luego ya veremos si permanece o perece, pero resurgirá cuando se vuelva a compartir. Compartir es, por tanto, un acto de AMOR y no sé en qué momento de nuestro desarrollo se nos olvida. Parecemos tenerlo claro en el cole cuando nos enseñan a prestarle los juguetes y la merienda a otros niños, pero ¿acaso no hay amor cuando se comparte un beso o un polvo?. Llamemos a las cosas por su nombre. No nos engañemos y no temamos por las consecuencias, y así no tendremos que esforzarnos en construir un muro en el instante siguiente a haber compartido para intentar ocultar que, por un momento, hemos amado. 

Por otra parte, nos aterra escoger, y quizá sea porque hay una variedad tan grande, tan inmediata y tan volátil de opciones que tememos decantarnos por una cosa, existiendo el riesgo de que pronto se nos aparezca otra que nos guste mucho más. En cuanto a relaciones, hemos pasado del ultramarinos al hipermercado, con lo que eso supone. Ha cambiado la ilusión con la que se adquieren las cosas: por lo general, antes, conseguirlas era sólo el principio y lo genial venía después, a la hora de llevártelas a casa y probarlas, mientras que ahora es común que el hecho de haberlas conseguido sea el final de la misión, y podamos ponerle un tick en nuestra lista. Pienso, además, que el grado de oportunidad que se le da a las cosas ahora es bastante menor al de antaño, y nuestras exigencias muy momentáneas y mucho más altas: en cuanto algo no nos da justo lo que queremos aquí y ahora, lo cambiamos por otra cosa. Total, hay una oferta infinita de ellas que nos puede satisfacer la necesidad actual, ¿para qué nos vamos a quedar con algo que no nos convence?. Desde mi punto de vista, esta frenética inmediatez nos impide llegar al mundo abisal de las cosas, que es donde reside la gracia y la magia. Sólo aproximándonos un poco a este núcleo, a la autenticidad, podemos estar seguros de que estamos juzgando a este algo auténticamente.

Nadamos en la superficie, pero no buceamos. ¿Es por cobardía a que lo que nos vayamos encontrar por ahí abajo sea algo que no sepamos manejar?. ¿O por que verdaderamente no nos interesan las profundidades?. Es lícito no tener ganas de sumergirse siempre y comprensible no hacerlo cuando uno se halla con déficit de oxígeno en la bombona. Pero tengo una sospecha muy alta de que, en realidad, lo que subyace a esto es puro temor a desestabilizar los cimientos del individualismo imperante, que, partiendo como motor benigno de nuestra libertad, está siendo trasformado progresivamente hacia un egoísmo despiadado.

Volvamos de nuevo al muro, protagonista central de esta historia. De ingeniería sé bastante poco, tirando a nada, pero de ingeniármelas para aprender a desaprender lo aprendido en pos de manejarme mejor ante estas construcciones, empiezo a conocer alguna cosa. Y digo en pos de manejarme, que no de comprender la gracia del muro, porque, después de todos los análisis, sigo sin atisbar una conclusión convincente.

jueves, 19 de noviembre de 2015

No.

No a las cosas sin alma.
Y, aunque hoy desalmada, sí a mí.

Así de crudo y así de bonito.




viernes, 6 de noviembre de 2015

Realidad en diferido

Como el moratón que da la cara días después del golpe, hoy te me apareces en el presente para recordarme que estamos vivos, que esto es real y lo mucho que pica el alma al echar de menos.

Nota: entiéndase mucho como muchisísimo.