martes, 31 de enero de 2012

Es despeñarse. Es saber por fin por qué están las rodillas llenas de moratones si no recuerdas haberte caído.
A veces trepo muros de latidos como piedras. Me pongo mi capa de súperheroína y me aventuro. Me gusta encaramarme, unas veces poniendo los pies despacito piedra sobre piedra y otras, apresurándome tanto que a mis rodillas no les ha dado tiempo a responder cuando ya he llegado a la cima. Quizá esta segunda opción sea un poco más perjudicial para el corazón: no saboreas la experiencia. El "pum pum" acompaña en todo el proceso, y se hace más rápido cuando ya empiezas a vislumbrar el jardín del otro lado, más aún si te parece haber visto un cegador ejército de flores.

Hace poco trepé un muro, muy deprisa y convencida. Me olía a rosas y mis ojos no podían privarse de llenarse las pupilas de rojo. Aún recuerdo cuánto me oía el bombear de la sangre mientras se me olvidaban los metros que quedaban entre las suelas de mis zapatos y el jardín de este lado; de mi lado. Pie, piedra, pie, piedra... Y cada vez era más embelesador lo que mi nariz podría olfatear. Pie, piedra, pie, piedra... Y llegué hasta arriba. ¡Estaba altísima! El viento me cortaba los labios y me cerraba los ojos, pero quería hacerlo. Quería bajar con premura hacia el otro lado del muro; me moría de ganas de llenarme de pétalos el pelo y hasta las pestañas; ¡ansiaba volver a casa apestando a flores y a colores!.
La prisa me llevó a repetir el proceso, con más ilusión que nunca: pie, piedra, pie, piedra, pie... Eran velocidades incalculables, los músculos no daban abasto y la sangre se me iba a salir por los poros de tanta urgencia. Pie, piedra, pie, piedra, pie... Y sonó una sinfonía estrepitosa; una oda al caos y al imprevisto. Se me cerraron del todo los ojos y, por unos segundos, dejé de escuchar hasta el silbido de mi cuerpo al caer. Me flotaban las pestañas y se me raía el vestido con una brisa muy cortante. De pronto todo paró. El mundo volvió a darse la vuelta otra vez. Alcé la mirada y ahí estaba yo, sin un centímetro de mí que no estuviera cubierto de barro. Cuando me limpié los párpados pude ver que estaba rodeada de tierra y que las lombrices me traían una tarta de bienvenida al vecindario. Me limpie todo cuanto pude para poder sacar los pies, los brazos y el alma del aquel hoyo que me había encontrado de improviso.
Cuando me agarré a los ojos y observé todo ese tremendo jardín suspiré. Había sólo un rosal, que aún conservaba el aroma genial de las flores cuando crecen. El frío lo había reducido a un pequeño esqueleto de palos y pinchos. Me aproximé, y sentí que sus hojas me miraban el maltrecho vestido lleno de barro. Me acerqué un poco más. Los pinchos eran romos; casi tan inofensivos como los pétalos de las rosas. Me pareció una buena oportunidad para recoger una de las hojas que, en el momento exacto de mi examen al arbusto, iba a caer al suelo. Y así hice.
Me fui de nuevo hacia el muro. Volví a encaramarme, esta vez algo más triste, pero no sin la suerte de haberme llevado una parte de ese arbusto que tan bien olía, incluso desde el lado del muro que ahora tendría que bajar.

Aprendí muchas cosas. Aprendí que la urgencia no es una buena amiga, y menos cuando hay alturas de por medio. Aprendí que la ilusión es un motor innato de los cuerpos, o del mío sólo. Y comprendí que si nunca me hubiera aventurado hacia el jardín del otro lado no habría visto y tocado el efluvio que tanto me llevaba engatusando cuando miraba la altura de las piedras que lo separaban de mí.

sábado, 21 de enero de 2012

Aún no se me olvida la sonrisa de mi padre esta mañana.

La verdad es que haberse caído del guindo tan joven es una suerte, aunque a veces no lo parezca. Es el momento en el que ya tienes que empezar a andar. Las piernas pueden no estar aún preparadas para ello, pero no hay mejor estímulo que el instinto. Por este motivo, agradeczco las experiencias que hicieron que la gravedad actuase en mí tan tempranamente. Y, lo que es más importante, sentirme feliz de poder hacer camino aprendiendo tantas cosas. Aún me quedan unos cuantos cientos de miles de kilómetros por recontar, pero, aún así, ya he podido parar a repostar en la estación del sentir que siempre hay cabida para el perdón y que alejarse de los juicios te aporta la energía para los siguientes pasos firmes.