domingo, 7 de abril de 2013

Desengaño a plena luz

Después de que mi piel consiguiera cicatrizar la herida del otoño la primavera me sorprendió con otra. Y hablo de la sorpresa porque ni siquiera pude adoptar posición de defensa.
Ahí estaba yo, con la ilusión a modo de bandera en una mano y el corazón en el puño de la otra, con la sonrisa puesta y berreando flores a lo alto de la colina de alegría que había descubierto. Llovía como si se tratara de abril y sólo era marzo, pero no me importaba. El corazón, empapado de lluvia, latía como nunca en mi mano, que se las veía y se las deseaba para mantenerlo rodeado por los cinco dedos y no por el suelo dando tumbos. Los días se hacían meses y mi impaciencia por ver el sol crecía exponencialmente cada día. Un día más de lluvia era un día menos de espera, así que eso me hacía disfrutar también del chaparrón, a fin de cuentas un agua nunca viene mal y menos cuando viene a abrir todas las ventanas del cuerpo dejando paso a la luz. Un día de lluvia, a seis días del sol; un día de lluvia, a cinco días del sol; un día de lluvia, a cuatro días del sol... El día de sol.

Después de siete días jarreando, el viernes amaneció seco y clareando. ¡Por fin!. Abrí los ojos y me encontré con la misma bandera en una mano pero la diestra vacía. Me asusté y observé el alrededor. Enseguida me percaté de la existencia de una pequeña mancha roja botando alrededor de mi cuerpo. Guardaba tanta felicidad dentro de sí que se me hizo difícil aprisionar de nuevo con mis dedos a la bomba que habita en el centro del pecho. Esta vez los latidos eran superlativos, tanto que hacían eco entre las cumbres.Ya desperezada me tumbé mirando al cielo e intenté aspirar las escasas nubes restantes para adelantar el comienzo del espectáculo solar. Cada vez faltaba menos.

Cuando los primeros rayos de sol se anclaron a mi piel, la colina empezó a vibrar, mágicamente. No me dejé impresionar por el temblor, la luz había vuelto, habría sido una locura perderse en nimiedades cuando todos mis sentidos estaban saturados por el resplandor. Para asegurarme de no tener que huir a buscar cobijo llevé los ojos a la mano derecha. Ahí seguía el corazón redoblando. Me tranquilicé.

Sólo hizo falta un período de tiempo de unos cuantos ciclos respiratorios para gestarse la catástrofe. La luz se hizo máxima; mis retinas se estaban tostando y mi cuerpo se caldeaba con el calor que tanto me había faltado durante la semana pluvial. Breve fue este momento, que se vio interrumpido por un nuevo seísmo. La tierra tiritaba y con ella mis manos, lo que guardaban y yo, en último lugar. El corazón, en el zenit del miedo, se apresuraba para encerrarse de nuevo en su jaula. Lo quise cobijar cuanto antes y buscaba, dominada por los nervios y dando palos de ciego, la herida de entrada. Me impacienté y cuando la encontré fue demasiado tarde. La colina tembló, mucho, muchísimo y el núcleo de la tierra tiraba de ella hacia los abismos. Se hundía, y con ella todo lo que soportaba. La colina acabó succionada con tanta fuerza que se hizo un abismo sobre la tierra que la soportaba. La misma fuerza me hizo precipitar al abismo, perdiendo todo el control sobre mis miembros. Mis manos estaban muriendo en el aire y el tono muscular se hizo invisible. La ilusión y el pequeño corazón al que no me dio tiempo a dar protección se estrellaron contra las rocas del final de nuestro viaje, sucinto cuando menos. Habíamos tocado fondo. Tuve que esperar unos segundos fisiológicos para poder abrir los ojos de nuevo. Lo tuve que buscar otra vez y a mi lado lo encontré: un corazón maltrecho. Latidos lastimeros, sangre y polvo conformaban lo que antes era la más viva imagen de la vida. Me arranqué unos jirones de tela para retirar toda la suciedad y la sangre que lo rodeaba, y con un cuidado infinito lo introduje por la herida de mi pecho, dejándolo de nuevo en su espacio. Después de esto forcé mis ojos hacia mi lado izquierdo, intuyendo la mayor de las catástrofes. Y no me equivoqué. Ahí, un montón de añicos dificultarían mi paso con los pies descalzos, unos cristales que antes eran uno y se llamaban ilusión. En cuanto a mí, estaba instalada en el dolor urente de mi pecho. La herida abierta para el tránsito del corazón sangraba y supuraba, como era de esperar después de haber introducido por ella un órgano contaminado. La desorientación se daba cita conmigo a cada segundo.

Ya han pasado varias semanas y la herida no parece curarse. La desorientación que me acompañó en el desastre se ha convertido en mi compañera de cama. Ahora duerme a mi lado todas las noches y creo que es lo que no deja energía libre a mi organismo para que se ocupe del rasguño. Hoy sólo espero que la rutina rompa este estrecho vínculo entre nosotras y que abandone mi cama y mi vida en algún momento, ojalá no muy lejano, y poder sanar la lesión que ha estado a punto de matarme el amor.