martes, 13 de julio de 2010

Ésta era la vez.
Ésta era la vez en la que me había impuesto el optimismo. Después de todo, he comprobado que el realismo al que me aferraba con fervor no iba desencaminado en cuanto a lo que podría suceder, al contrario de lo que pensaban las mentes que notaban pesimismo en mi manera de afrontar lo que hoy ya es mi nueva muerte a bocajarro.
Por lo que se ve, no ha bastado con aumentar las plazas para Medicina un 7,1% e implantar un nuevo baremo de puntuación para el acceso a la universidad -baremo de risa, dicho sea de paso- para quedarme otra vez coleando a las puertas del universo de los quirófanos y las consultas. Donde el año pasado todavía había sitio para mí, aun fuera de mi casa, este año ya no quedan ni cartones en sus dependencias.
Lo que hace que este proceso me resulte aún más sangriento es el hecho de ver cómo mentes brillantes ocupan miles de plazas en el primer curso, para darse cuenta en el mismo de que la carrera no está dentro de las cosas de su gusto. Y así, abandonan al año siguiente para seguir probando alternativas. Este nuevo portazo me habría parecido más llevadero si existiera la seguridad de que los nuevos estudiantes son felices aprendiendo, que tienen un motivo para seguir adelante y que darían al planeta unos buenos médicos, pero lo cierto es que año tras año quedan cientos de "futuros médicos" solicitando otros cientos de plazas en carreras que nada tienen que ver.
Acato mi nueva derrota de la mejor gana que puedo, intentando encontrar la objetividad en cada milímetro de la situación y enchufándome a la corriente alterna, para darle a mi sangre y músculos la energía suficiente para prolongar la pelea por el fin. Sea como sea, donde sea y cuando sea, sigo teniendo una meta y, aunque a veces parezca una ilusión emocional, he de intentar que mi organismo no se olvide de esto.

lunes, 5 de julio de 2010

Tomando el aire del ventilador del salón de la que ya puede llamarse casa de mi madre, me paro a analizar un poco los acontecimientos. Con motivo de la fiebre, los días anteriores ni siquiera mi cuerpo me había permitido conjugar los movimientos para regar las plantas.
Supongo que es el verano quien me presenta ideas de distancia, dado que el tiempo libre disponible es mayor o que el calor hace asemejarse la sierra de Madrid al mismo desierto de Atacama.
Es día 5 de julio y me noto oyendo el mar en una caracola que intento salvar de los pies enajenados de los turistas, con mis pequeñas patas rosas y carnosas. Al otro lado de la playa, un amigo camarón, que desde hace un tiempo mueve sus bigotes extrañamente, y se alimenta de un plancton un poco lejano para mí. Tengo tres opciones, dentro de las opciones que pueda tener un ermitaño: esperar a que vuelvan a atraerle los manjares de las rocas del que era nuestro entorno, recorrer varias anémonas marinas para llegar hasta él o mandarle unas burbujas cargadas de deseo de suerte para su vida copada de buenas vibraciones.
Creo que debo acomodarme en algún alga, reflexionar acerca de lo que me llega, y tratar de preservar mi patrimonio, que es mi concha, y ha estado a punto de estallar de tanta incomprensión.
Puedo intuir que el único remedio que sacaré a favor de mi integridad será comprender y asumir, pero esta amistad me da más disgustos que alegrías. Quizá sea mejor ahorrarse el esfuerzo y buscarse un nuevo entorno fáunico y marino que nos reporte a mí y a mi concha unas mejores ondas; unas felicidades pasajeras, aunque de creación regular.