lunes, 5 de julio de 2010

Tomando el aire del ventilador del salón de la que ya puede llamarse casa de mi madre, me paro a analizar un poco los acontecimientos. Con motivo de la fiebre, los días anteriores ni siquiera mi cuerpo me había permitido conjugar los movimientos para regar las plantas.
Supongo que es el verano quien me presenta ideas de distancia, dado que el tiempo libre disponible es mayor o que el calor hace asemejarse la sierra de Madrid al mismo desierto de Atacama.
Es día 5 de julio y me noto oyendo el mar en una caracola que intento salvar de los pies enajenados de los turistas, con mis pequeñas patas rosas y carnosas. Al otro lado de la playa, un amigo camarón, que desde hace un tiempo mueve sus bigotes extrañamente, y se alimenta de un plancton un poco lejano para mí. Tengo tres opciones, dentro de las opciones que pueda tener un ermitaño: esperar a que vuelvan a atraerle los manjares de las rocas del que era nuestro entorno, recorrer varias anémonas marinas para llegar hasta él o mandarle unas burbujas cargadas de deseo de suerte para su vida copada de buenas vibraciones.
Creo que debo acomodarme en algún alga, reflexionar acerca de lo que me llega, y tratar de preservar mi patrimonio, que es mi concha, y ha estado a punto de estallar de tanta incomprensión.
Puedo intuir que el único remedio que sacaré a favor de mi integridad será comprender y asumir, pero esta amistad me da más disgustos que alegrías. Quizá sea mejor ahorrarse el esfuerzo y buscarse un nuevo entorno fáunico y marino que nos reporte a mí y a mi concha unas mejores ondas; unas felicidades pasajeras, aunque de creación regular.

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